lunes, 20 de junio de 2011

Consideraciones Morales Sobre Una Sociedad Sin G

Consideraciones morales sobre el funcionamiento de una sociedad sin gobierno
Preámbulo

Los párrafos que siguen contienen el texto de una conferencia escrita por Federico Urales y leída por su compañera Soledad Gustavo en el Cine España de Barcelona, en Octubre de 1922, poco tiempo después de la caída de Anido y de Ariegui, destituidos por Sánchez Guerra a consecuencia de la denuncia responsablemente elevada a los poderes públicos, después del asesinato perpetrado por la Policía en la persona del compañero Bermejo, por un Juez pundonoroso y honrado, cuyo nombre, por este solo acto, ingresa en la posteridad por derecho propio: el Juez Seguí, pariente lejano del Noi del Sucre.

Dicha conferencia que publicamos hoy en formato electrónico, tenía por objeto entonces divulgar, de forma clara y comprensible, las ideas anarquistas a una juventud inquieta y ávida de saber, a unas nuevas promociones incorporadas a la C.N.T o al anarquismo por la misma ola de persecuciones que pretendieron ahogar y hacer desaparecer el ideal libertario.

Hoy, a pesar del tiempo transcurrido, nada han perdido de su frescura, de su originalidad ni de su actualidad estas líneas. Responden a la misma crítica justa y exacta de la sociedad actual; a una visión amplia e infinita del ideal y del futuro. Su lectura clara, fácil, sencilla y de exposición lógica, clarifica de que el anarquismo no es el caos ni el desorden, tampoco el individuo degenerado ni drogado, imágenes proyectada por los gobiernos y los que quieren confundir y destruir las ideas ácratas. Estos son párrafos de oro de la literatura libertaria; uno de los textos viejos y eternos, generadores de conciencias en un pasado inmediato que la pueden generar en el presente y que las generarán mañana, porque dan a la anarquía universalidad generosa y perenne. Que oiga la juventud esta voz ya extinta; sus palabras son el legado de un corazón ardiente y noble y de una voluntad poderosa e indomable.

A fines de los años 1940 se publicó en formato de folleto por Ediciones del Movimiento Libertario Español en Francia.

En febrero de 1991, reaparece esta conferencia en cinco ediciones en las páginas de la revista "Acracia", publicación del grupo anarquista de habla hispana en Australia.


Grupo Cultural de Estudios Sociales de Melbourne, Australia
desde el exilio, mayo 2011.

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I
En la serie de capítulos que este inaugura nos proponemos de explicar, con frase corriente y concepto claro, el funcionamiento de una sociedad sin gobernantes ni propietarios.

Consideramos necesario, ya que no llegado el momento, porque estos momentos llegan siempre, de reconstituir y exponer el pensamiento libertario en su oposición a la actual manera de vida y en su razón y bondad.

Y para ser más comprensivos, particularmente para aquellas personas que por primera vez lean una exposición de nuestros principios, los iremos exponiendo de lo simple a lo compuesto, usando, siempre, un lenguaje que este al alcance de toda condición de lectores.

Primero pondremos de manifiesto los defectos y las injusticias de la sociedad presente y luego levantaremos ante quien nos leyera una visión de la sociedad por nosotros vislumbrada para que si tanto fuera nuestro acierto y nuestra influencia, sirviere de tanteo en estos albores de la revolución social.

Cualquiera que sea el concepto que sobre la idealidad anarquista tenga el lector, el que la va a exponer le ruega que no deje de leerla con buena voluntad y que si luego de leída le quedase alguna duda sobre su práctica o su justicia, la exponga en una cuartilla prometiéndole que le será publicada y desvanecida además.

¿Que es anarquía? Adelantaremos que el más bello y mejor pensamiento que han tenido todas las criaturas, solo en el anarquismo es posible y cuantas dificultades ha tenido, en la practica, la mejor y más bella intención de nuestra vida, han surgido de una sociedad antianarquista; esto es, de una sociedad constituida sobre la preocupación religiosa, la tiranía política y la desigualdad económica.

Es una falta de medios materiales o de sobra de autoridad o de temores divinos lo que se ha opuesto a la realización de nuestras bellas y buenas intenciones.

Pero no basta decir que anarquía es una sociedad sin gobierno; precisa demostrar que tal sociedad es posible.

Yo quisiera que cuantos me leen pensaran en qué asunto de su vida ha intervenido el gobierno, por sí o por delegación, que haya resultado en bien suyo o de algunas de sus relaciones. Yo quisiera se me demostrase cuándo ha intervenido la autoridad para imponer justicia donde no la hubiese.

Yo quisiera que mis lectores recorrieran, con la imaginación, los actos y los momentos de su vida y me dijeran cuando el temor a la autoridad les ha obligado a cumplir con su deber o bien un acto que hayan estimado justo.
La conclusión será que el temor a la autoridad o a la intervención del gobierno en los actos de nuestra vida, no lo ha mejorado moralmente.

Ahora, recuerda, lector, tu existencia a la inversa; piensa en las malas intenciones que la conducta de los gobernantes han hecho brotar de tu cerebro; piensa en las malas acciones que las injusticias de la justicia te obligaron a realizar, y te convencerás de que la intervención del gobierno, con todos sus resortes, ha influido para mal y no para bien de tu vida.

¿A qué, pues, sostener una organización autoritaria que no tiene, en nuestros actos, ninguna influencia bien hechora?

Supongamos que de repente han desaparecido del mundo gobiernos y autoridades. ¿Creéis que la Humanidad caería en el caos del crimen y del desorden? No, porque los gobiernos y sus auxiliares, no sólo no impiden los crímenes y los desordenes, sino que ellos derivan de ese sistema social que hace necesaria la autoridad para sostener la injusticia.

Si mañana se dijera: de aquí en adelante a nadie le faltará alimentos de vida ni albergue; trabajando, todo el mundo podrá comer y vestir, pero no se dispondrá de gobierno ni de autoridades que os administren o dirijan. ¿Creéis que no se viviría mejor que ahora? ¿Creéis que se cometerían más crímenes? Al contrario, viviríamos tranquilos y seguros, no habiendo quien tuviera la misión de desgobernarnos y perturbarnos.

¿Qué falta, pues, harían los gobiernos en una sociedad en la que todos los seres tuvieran la vida asegurada y el mismo derecho a ella?

Ninguna.

Analizad, lectores, la causa de los crímenes que hayáis visto o bien oído contar. O se tratará de una injusticia del rico contra el pobre, del fuerte contra el débil, injusticia que la justicia no ha sabido o no ha querido evitar, o es una cuestión de intereses, de diferencias sociales que no habrían de existir en una sociedad igualitaria.

En muchos pueblos no hay más que alcalde y juez municipal, y cuando el juez y el alcalde no se meten a caciquear, para nada útil y bueno se les necesita como tales autoridades. Son precisamente ellos los que perturban la tranquilidad del vecindario estableciendo injustos repartos de recargos públicos y contribuciones que han de servir para sostener un Estado que te pide dinero o hijos y algunas veces hijos y dinero, sin que a cambio de tu sangre, te proporcione ningún beneficio. De los que acuden a los Tribunales para sostener algún derecho puesto en litigio, ¿cuantos salen satisfechos del pleito? Nadie. El que ha perdido porque no ha ganado, y el que ha ganado porque la llamada justicia se quedó con todo.

Acordaros de los motivos de vuestro malhumor, cuando lo sufrís o de vuestras querellas familiares, cuando las tenéis. Siempre obedecerán a haber sido despedidos del taller; a falta de dinero con que afrontar una necesidad o curaros algún dolor; al poco cariño que os rodea si tenéis intereses que testar. Es decir, el motivo de vuestros disgustos o de vuestras querellas será siempre de orden económico. Ya dice un refrán castellano que donde no hay harina todo es mohína. Lo que equivale a decir que donde no existen preocupaciones económicas se puede vivir relativamente feliz.

A los partidarios de la autoridad les ocurre lo que a los católicos. Creen que todo el mundo sustenta su religión y que las demás son obra de media docena de herejes. Tal opina la mayoría católica, a pesar de que el catolicismo es una minoría aun dentro del cristianismo.

Con la autoridad pasa otro tanto. Los partidarios del gobierno creen que el mundo no podría vivir sin autoridades y que los anarquistas somos media docena de locos, cuando no criminales, como eran, para los gentiles, los primeros cristianos. No obstante, son muchos millones los seres humanos que viven sin gobierno propiamente dicho. Es decir, toda la parte del mundo que no está dominada por gente extraña ni por esta civilización que sólo manifiesta sus adelantos en máquinas de guerra y en el modo de robar al prójimo.


Se dirá que en las regiones que viven las libertades naturales se respeta la autoridad del jefe de familia o del jefe de la tribu, o conjunto de familias muy numerosas. Pero una cosa es la autoridad paternal que aconseja y dirige amorosamente y otra es la autoridad que reprime, persigue y mata.

II
Ya hemos dicho que las diversas opiniones que hacen necesaria la intervención de la autoridad nacen de la diversidad de intereses y de privilegios. Si el interés de uno fuese el de todos, ¿a santo de qué la existencia de unas autoridades que te obligarán a servir conveniencias que no fuesen tuyas?

Mientras el interés de uno fue el de todos, no hubo necesidad de autoridades coercitivas. No la hay aún donde el ganado y la tierra es de la familia o de la tribu. La autoridad nació cuando uno quiso para sí lo que necesitaban otros y cuando hubo quien, a cambio de parte de lo robado, hacía leyes y sermones, o perseguía, armado, a los despojados sin armas.

Quizá algún lector diga que el que tiene más talento y cultura justo es que ilustre y dirija a los otros. Cuando la observación es bien intencionada, basta decir, que la inteligencia, como la tierra, cuando se cultiva por igual, por igual produce, sometiéndola, naturalmente, a una producción adecuada a sus condiciones.

Unas tienen sobra de arcilla, otras, sobra de arena, cal o yeso; pero todas se pueden aprovechar y hacer buenas para algún cultivo necesario a la vida.

En las inteligencias ocurre lo propio. Si queremos que todas sirvan para una misma finalidad, naturalmente unas producirán más que otras, pero si las damos aplicación distinta y apropiada, todas serán igualmente útiles no hay que hacer distinciones ni otorgar privilegios.

Además, es preciso tener en cuenta que en la mayoría de los casos la diferencia de talento es obra de la diferencia de cultura y que la diferencia de cultura es un resultado de la diferencia de riqueza. Lo que equivale a decir que si todos gozáramos de iguales derechos humanos y sociales, la diferencia de talento no sería tanta como ahora, ya que por algo somos de una misma especie, y si esta diferencia de talento tuviera distinta aplicación, la utilidad social sería la misma.

Por otra parte, el que realmente fuese superior, considerado como persona de dotes más perfectos por haberse adelantado a los demás en el camino de la evolución general humana, no pediría por ello privilegios y si los quisiera, el solo hecho de quererlos demostraría que no los merece. Cuando la observación se hace de mala fe, bien será decir, con alguna acritud, que no son, precisamente, los más sabios ni los mejores los que gobiernan, sino los que hablan más extensamente, aunque jamás hayan trabajado ni sepan gobernar una casa.

Muchos opinarán, conmigo, que, verdaderamente, en una sociedad de abundantes elementos de vida no se producirían las discordias que algunas veces hacen necesaria la intervención de las autoridades, pero lo que ellos y no yo encontrarán difícil, es la constitución de una sociedad de tan exuberantes elementos de vida que las personas no hayan de querellarse para ponerla fuera de todo riesgo.

Para vencer este segundo temor bastará decir que de cada mil metros cuadrados de tierra cultivable, sólo se cultiva, en la actualidad, medio metro, y que de cada hectárea de tierra cultivada, únicamente diez metros se cultiva con intensidad. Lo cual supone que un noventa por ciento de la escasa tierra que recibe cultivo, podría producir 20 veces más de lo que produce ahora.

Por otra parte, de cada mil personas aptas para el trabajo, sólo trabajan cuarenta y cinco y de cada cien que creen trabajar, sólo cinco lo hacen en labores útiles. Los demás se ocupan en industrias superfluas o mortíferas: productos químicos, joyería, armas, etc., etc.

Si a los que trabajan inútilmente y hasta perjudicialmente para sí y para los demás, se agregan, militares, curas, curiales, intermediarios, patronos, rentistas, políticos, banqueros, etc., resultará tan grande la desproporción entre los que trabajan y los que podrían hacerlo, como entre la tierra cultivada y la que podría recibir cultivo.

De manera, que la tierra es susceptible de producir muy cerca de cien mil veces más de lo que ahora produce con los actuales medios de producción agrícola, y las personas cerca de dos mil veces más. Y sin embargo, con sólo lo que produce hoy la tierra y lo que producen las personas, habría suficientes medios de vida si no se almacenaran para encarecerlos y no se averiaran por no quererlos vender barato y no se paralizaran ciertas industrias por exceso de producción.

Alguien habrá que diga: Esto está muy bien, pero se olvida un pequeño detalle, y es que la persona no trabajaría si no fuese obligada por la fuerza, y, naturalmente, si la persona trabaja sólo porque a ella le obliga la ley económica de la sociedad y las necesidades domésticas, cae por su base la situación sin gobierno y con abundancia de elementos de vida que se preconiza.

Esta duda es muy natural y muy antigua. La pone ya Platón en su República cuando dice que sin esclavos no se podría vivir en ella; sin esclavos que trabajasen para los señores e hicieran los menesteres más prosaicos y vulgares. Era el suyo un comunismo de patricios como esta sociedad es sólo para los que tienen dinero; como lo es todo comunismo que distingue entre directores y dirigidos.

Tienen también tal duda cuantos actualmente no trabajan por disponer de asalariados, o sea, esclavos, que lo hacen por ellos y la tienen igualmente esos mismos esclavos cuando consideran que cogen las herramientas sin ganas de trabajar y sólo por ganar el jornal con que comer él y los suyos. Dejaremos, para probar nuestra opinión de que el individuo es productor por excelencia, todo argumento científico sobre la ley de la vida y sobre la tendencia de la energía humana a buscar siempre el equilibrio orgánico, y lo dejaremos para atenernos, únicamente, a hechos prácticos y de sentido común, conforme hace presumir el carácter de estos artículos.

La mayoría de los lectores deben haber trabajado casi siempre por cuenta de otro y alguna vez por cuenta propia, y deben haber notado el gusto y el entusiasmo que ponen cuando trabajan para sí y el cansancio y el hastío que hay en sus músculos y en su ánimo cuando lo hacen para otro. En este último caso, las horas son monótonas y pesadas, y cuando trabajan para sí transcurren sin que uno se dé cuenta. Como en una sociedad de intereses generales, cada productor, al trabajar para todos, trabajará para sí, todos los productores pondrán en su obra las energías y las ilusiones de su vida.

Se dice: Hay gente tan mal avenida con el trabajo que ni aun trabajando para sí lo hace a gusto. Si ello fuera cierto existiría el holgazán por excelencia. Veamos si existe.

Ante todo hemos de hacer notar que el individuo nace con una fuerza determinada que ha heredado de sus padres y que esa fuerza puede aumentar o disminuir según la acción que el medio ejerza sobre su vida. Así, por ejemplo, cuando nace un individuo nace con una fuerza inicial de cincuenta años, pero esos cincuenta años pueden reducirse a cuarenta según si la sociedad obliga al individuo a realizar un trabajo superior a sus fuerzas; y al contrario, los cincuenta años de vida que llevamos al nacer pueden alargarse a sesenta según el trato que de la sociedad reciba y según el trabajo sano y poco pesado a que las necesidades de la vida nos sometan.

Tenemos, pues, que una sociedad justiciera, que una sociedad de protección y amparo común, en lugar de la presente fomentadora de luchas morales y materiales, no sólo aumentaría nuestra fuerza inicial; aumentaría la de nuestros hijos que nacieran en condición de vivir más que sus padres, así como ahora nacemos en condiciones de vivir menos.

La mayor salud que habrá de darnos una sociedad mejor, producirá mayor fuerza siempre, mayor fuerza hasta llegar al límite que la naturaleza señala para la vida de la raza humana, limite que hoy sólo alcanza uno por millón y que mañana, si fuese larga la existencia de la presente sociedad, no alcanzaría más que una persona cada dos millones, porque nuestra especie, en la actual civilización, degenera continuamente.

Aquí caería bien una estadística, si las estadísticas no fuesen pesadas, demostrativa de que las vidas más largas son las que más han trabajado, las más activas, pero las que han trabajado más a gusto en un ambiente de higiene y en una medida de equilibrio en la reposición y el gasto de energías. Si gastamos más fuerza que reponemos, a la postre nos quedaremos sin ella, porque la vida es un caudal que se agota si no se repone, y si ya nacemos con poca, por poca que gastemos se agota pronto.

Pero hay otra cuestión y aquí está el equilibrio entre la fuerza que uno tiene, la que gasta y la que repone. Si gastamos menos fuerza que reponemos, esto es, si trabajamos menos de lo que debemos, la vida se pierde también, solo que ahora se pierda por exceso de ella, y antes por defecto.

Lo que prueba que lo mismo se muere por trabajar más de la cuenta que por trabajar menos, y quien dice trabajar dice gastar energías. Esto es, emplear vida, la que uno pueda, en una producción útil, en una producción que al mismo, satisfaga nuestros gustos y nuestras ilusiones.

III
Existen aún más argumentos a favor de que no puede haber holgazanes en una sociedad bien organizada y de que en ella todo el mundo desearía trabajar y contribuir al bien general que fuere el suyo propio. Porque en esto pasa lo que con las epidemias, que las incuban los pobres por falta de asistencia natural y social, pero luego las padecen los ricos por contagio. La salud de uno ha de ser la salud de todos, porque de otro modo nadie tiene la vida asegurada. La felicidad de uno ha de ser la de todos, porque en caso contrario nadie puede ser feliz, ya que la infelicidad de los demás es una amenaza para todos, por ricos que seamos.

Aquello que vulgarmente se dice, aplicado a quien nunca tuvo ganas de trabajar: «Este nació cansado», puede ser verdad. Nació cansado, sus padres le trajeron al mundo pobre de energías y si sobre esa pobreza de fuerza le damos una ocupación que no responda a sus condiciones, el trabajo, para ese infeliz, será un martirio.

Hoy ha de ser, necesariamente, una maldición. El capitalismo lo ha especializado todo para producir mucho en poco tiempo. El trabajo es monótono, igual siempre. Te pasas el día, la vida entera, haciendo lo mismo. ¿Cómo no ha de aburrir el trabajo en la actual sociedad si hasta comer siempre la misma cosa por buena que sea y por mucho que nos guste, nos cansa?

Por otra parte: ¿Cómo se eligen hoy las carreras, las profesiones y los oficios? Los pobres, antes de dárselos a sus hijos, pasan revista a los que ofrecen mayor jornal y trabajo más tiempo. Los ricos tienen en cuenta las carreras de más lucimiento personal, y la clase media calcula la que cuesta menos para poderla sufragar. Las condiciones del joven no se estudian y allá va uno para carpintero, que mejor estaría en metalurgia, y allá va otro para ingeniero agrónomo, que mejor estaría en medicina. ¿Cómo, en estas condiciones, el trabajo, la ciencia, el profesorado, ni aun el arte, la ocupación más libre y más rebelde a la disciplina social y mental, pueden obtener la atención y el gusto de la energía que hay dentro de cada individuo? Es tan imposible que la obtenga como que el individuo deje de emplear toda su vida y todo su amor en aquello por el cual reúne condiciones, en aquello que atraiga su gusto y su dicha.

Se dice, a menudo, que para que la anarquía fuese posible sería preciso que las personas fueran mejores que son, y lo dicen unos que estiman que las personas somos hijos de Dios, todo poder, bondad y misericordia y que, además, las hizo a su semejanza, y lo dicen otros que creen que el ser humano es una magnífica obra de la evolución animal.

¿Cómo pueden ser mejores las personas en el caso de ser frutos de un Dios sabio, justo y omnipotente? ¿Ni cómo podemos ser mejores, si somos la suma mejora en la evolución?


Pero veamos si somos malos, y si, comparados con los demás seres, hemos sabido constituir una sociedad mejor que todos.

Sería prolijo y pesado enumerar aquí la solidaridad que existe en las sociedades animales.

El insigne y pacienzudo Fabre lo cuenta y lo prueba de una manera magistral en su obra La vida en los seres inferiores.

Los animales, todos los animales de una misma especie, se ayudan en los momentos difíciles y de peligro, y algunos tienen establecido el comunismo de por vida. Sólo los seres humanos se atacan entre sí y ¡caso raro! en algunas ocasiones, los animales domésticos.

De aquí deduce el asombroso naturalista y nosotros con él, que la domesticidad, digamos civilización y casi podríamos decir educación, ha influido para mal en los seres y en cuantos animales han logrado domesticar.

Las razones son lógicas.

Obligados los seres humanos, por una falsa civilización, a vivir en un círculo reducido, reducido en relación del espacio que la materialidad y la intelectualidad del individuo necesita, sus facultades morales se exasperan e irritan por falta de lo que podríamos llamar libertad y vida.

El sociólogo señala aquí, separándose ya del naturalista, pero tomándole como punto de partida para su sociedad libertadora, que donde las personas viven más apretadas, más amontonadas atraídas por el desarrollo de una o de algunas industrias, es donde se atacan y dañan más a menudo.

Es el mismo caso de los animales que las personas han domesticado, obligados, por su misma domesticidad, a vivir en espacio reducido. Se atacan porque, acumulados se estorban, se molestan, quitándose mutuamente lo que mutuamente necesitan.

Libres como los demás animales, no se molestarían, y no se molestarían porque la Naturaleza ha sido tan sabia que a todos ha dado gusto diferente, lo mismo que a las plantas, y para todos produce. Cada especie de animales necesita alimento distinto, como cada género de plantas necesita, para nutrirse, substancias diferentes.

De lo dicho podemos encontrar pruebas a cada momento y en todas partes, ofreciéndonos los árboles ejemplos vivos. Plántense varios de un mismo género en espacio reducido y no prospera uno. Plántense pocos y prosperaran todos. Plántense pocos y de diferente clase y prosperaran aún más, porque no se quitarán mutuamente las substancias que hay en la tierra necesarias a todos, y que el sol y el agua reponen sin cesar.

Y esos seres que no tienen voluntad ni movimiento, cuando se les obliga a vegetar muchos en espacio reducido, se atacan y luchan, también, por la vida, como los animales y como los seres.

Así que la lucha entre seres de una misma especie no es natural; es una consecuencia del amontonamiento en que la civilización y la domesticidad les obliga a vivir.

Pues bien; si la persona es, moralmente, superior a todos los seres animales y vegetales, lo mismo siendo hijo de Dios que siéndolo de la evolución, ¿a santo de que habrían de dañarse y matarse si les diéramos la tierra y la libertad que necesitan? No es racional sospecharlo.

Pero la domesticidad en las personas ha causado muchos más estragos morales y físicos que en los demás animales.

Cuando un animal doméstico tiene hambre, por muy domesticado que este, es inútil que se le vaya con sermones ni con leyes; comerá de lo que tenga en boca, y si está atado, romperá la cuerda y luego, si es preciso, derribará el tabique que lo separe del saco lleno de lo que él acostumbra a comer. Así el solípedo, así el bovino, así el paquidermo.

En cambio, poned una persona hambrienta delante de un escaparate, lleno de fiambres y no se atreverá a romper el cristal, temeroso del castigo que habrán de imponerle el sacerdote y el juez. Todos los animales se convierten en fieras cuando de defender a sus hijos se trata. En cambio, la persona los ve morir de frío, de hambre, de falta de dinero para comprar la medicina o el aparato que ha de salvarles sin rebelarse, sin atacar, sin salir a la calle matando a quienes tienen la culpa de la muerte de sus hijos sin zapatos, sin vestidos y sin pan, estando de ellos llenos los escaparates y las tiendas.

Y si ante la domesticidad de esa persona que muere de hambre y deja que de ella mueran sus hijos, habiendo en todas partes lo que a él le falta, podemos afearle de algo, no será, ciertamente, de malo o será de malo por demasiado bueno.

De suerte que aquí lo que le sobra a la persona es bondad, lo mismo para vivir libremente hoy que para hacerlo mañana.

Así como con trabajo, aguay abono no hay tierra mala, así también, con libertad, pan y trabajo no hay personas malas.

IV
Si las leyes no tuvieran un origen injusto, puesto que están destinadas a mantener y hacer respetar los privilegios de unos contra las necesidades de otros, tendrían el defecto gravísimo de permitir que las viole el poderoso y de caer sobre el humilde con todos los agravantes que su interpretación permita. No hemos de emplear tiempo explicando lo que está en la conciencia de todo el mundo.

Los códigos, si son una balanza, no son la de la justicia, por cuanto las pesas están en el bolsillo de cada uno de los bolsillos, así los que nada pesan como los que pesan mucho, representan, u horas muy amargas o grandes atentados a la salud y a la vida de nuestros semejantes.

Hemos de mantener con el nombre de leyes una reglamentación perjudicial a la dicha misma de los que en ellas amparan sus intereses; aunque, a decir verdad, esa reglamentación les garantiza a ellos una vida mejor que la que gozan los que no tienen privilegios que amparar. Y es porque, a pesar de la fuerza que representa toda ley en la ignorancia del vulgo, ni es por este lo suficiente respetada para ser eficaz, ni la ley otorga el bienestar que la sociedad anarquista ofrecerá a todos los seres humanos, incluso a los que actualmente son sus enemigos.

Con otros jueces sucedería lo mismo, y dueño del poder otra clase se repetiría igual fenómeno; porque el mal no esta en el juez ni en la clase; está en un sistema que admitiendo la existencia de ricos y pobres, todo el mundo quiere ser de los primeros, en perjuicio de los segundos, sin que esto equivalga a que los pobres, y menos en nuestros días, sancionen, de buena gana, un estado social que los condena a la escasez y a la ignorancia.

Ser poderoso actualmente no es sinónimo de ser inteligente, ni de ser bueno, ni de ser sabio: sólo lo es de ser rico. Y la riqueza no se alcanza produciendo ni estudiando ni beneficiando a nuestros semejantes; sino adulterando los productos; envenenando o explotando a la humanidad; sembrando desdichas y disgustos en la Bolsa, en el mercado, en el taller; acaparando y encareciendo los artículos de primera necesidad; en fin, haciendo uso de unos recursos innobles y agudizando unas facultades que, por cierto, no son las superiores del ser humano. Siendo el dinero el poder y alcanzándose de manera tan ruín, las clases que dirigen los destinos de las naciones, moralmente consideradas, son las peores.

¡Cuantas veces hemos leído que el trigo se ha averiado en poder de los acaparadores, al mismo tiempo que los pobres de alguna región se han sublevado por falta de pan!

A los cerebros sanos y estudiosos deberíanles bastar estos detalles para convencerse de que el mundo funciona pésimamente. Y el echo de que estos mismos males se desarrollen en todos los sistemas políticos actualmente en funciones, debería convencerles, también, de que no han de curarse con los remedios que pueden ser utilizados dentro de la sociedad actual.

Contra estos argumentos, tan claros y precisos, todos los sofismas se estrellan. Una sociedad que esto permite no tiene defensa. La escasez, si no fuera justa, a lo menos se explicaría si proviniese de la falta de artículos, si los hombres con su actividad, no pudieran corresponder al consumo; pero desde el momento que es un recurso para multiplicar el capital en poco tiempo, ha de merecer y merece, y ha de obtener y obtiene, las censuras y los ataques de los que, apoyados en el principio de la dignidad del hombre y de la inviolabilidad de la autonomía humana, defendemos aquella dignidad y esta autonomía.

Los sanos de inteligencia y los buenos de corazón no podemos estar con esta sociedad metalizada y no lo estamos.

Hemos visto al hombre explotando al hombre; al padre subyugando y estrujando al hijo; al hijo menospreciando y abandonando al padre; a los hermanos contendiendo; a la madre fastidiarle los hijos; y a éstos aborrecer a la madre, y hemos vistos a los seres humanos todos, tratarse como enemigos. Hemos visto, también, al estúpido en las cumbres y al sabio vilipendiado; al honrado en presidio y al criminal en el trono; a la mujer cándida y amorosa echada al lupanar, y a la astuta y viciosa respetarla, santificarla; y no cubriendo con un velo infamia tanta, no idealizando para engañarnos nosotros mismos, no negando las pasiones, sino estudiándolas y ahondando en las causas, hemos podido encontrar el germen de aberraciones semejantes: el capitalismo, la autoridad y las desigualdades sociales.

Y que ningún efecto real tienen para detener el mal las limitaciones escritas ni las represiones efectivas, pruébalo abundantemente que con tanto código, tantas leyes, tanto decreto, con tantos crueles castigos, presidios y demás medios de represión, el mal existe y los descontentos también. Demostrando, pues, que la sociedad actual es fatalmente desastrosa y que sus códigos y leyes para nada bueno sirven, queda hecha la defensa de una sociedad libertaria.

Para establecerla es preciso desentumecer las inteligencias aletargadas por siglos de opresión sacerdotal, por siglos de opresión legal, por siglos de opresión gubernamental.

Hay que decir y demostrar a las personas que son esclavas porque quieren; que tienen amos porque quieren; que tienen jefes porque quieren; que padecen porque quieren.

Hay que decir a todo el mundo que sacudan los nervios y los aventen para que de ellos salgan la poquedad, la cobardía, la creencia de que sin protección ajena no seria posible la vida, cuando precisamente, aquella protección es causa de la muerte de su felicidad y de su individualidad. Es preciso alzar la frente; es preciso reconstituir nuestro espíritu y mirar cara a cara a las personas que se creen de una clase mejor. Si tal hacemos habremos de ver que los gobernantes, en todos los órdenes, son madera de nuestra madera, condición de nuestra condición, y que si no sabemos gobernarnos por incapaces, tampoco ellos han de saber gobernar por esa misma incapacidad; entonces veremos que todos aquellos que, merced a nuestra buena fe, pasan por buenos gobernantes, están gobernados, a su vez, por un rey, o por un presidente, o por una favorita, o por un hijo, o por una mayoría. La paradoja sería admirable si no encerrase la injusticia y la iniquidad que encierra.

Creo que la lógica de mis razonamientos, que estimo incontrovertibles, habrá convencido a mis buenos lectores de la justicia y de la posibilidad de una vida humana superior y racionalmente anarquista. Creo, además, que en el ánimo de cuantos me han leído habrá penetrado la convicción de que querer es poder y de que estando la Naturaleza toda constituida para una sociedad y para un hombre libre, sólo hace falta prescindir de amos y directores para que no tengamos necesidad de ellos. Sobre todo no hay que olvidar que en el seno de una familia o de una colectividad que tenga bien provista la despensa, poco han de intervenir los gobernantes y los directores, como no sea para perturbar las buenas relaciones sociales. Ya hemos demostrado que individual y colectivamente los hombres todos pueden tener bien provista la despensa y que siendo sus discordias obra de una maldad social que la misma sociedad produce, cambiando las causas, cambiarán los efectos.

No ignoramos que a esta visión sencilla y simple de la vida y de los hombres la llaman ilusión los que estiman que las personas son malas por naturaleza, a pesar de que demostrado queda que son demasiado buenas; pero cuantos oponen la maldad del individuo al establecimiento de una sociedad donde los seres humanos sean absolutamente dueños de sus vidas por serlo de la Naturaleza, se estiman dignos de vivir la vida patrocinada por los anarquistas.

Las dificultades de orden moral que a la sociedad libertaria oponen algunos, no están en ellos; están en los demás. - ¡Ah, si todo el mundo fuese como yo! - exclaman. Y todo el mundo dice lo mismo. De suerte que todos nos creemos dignos de una sociedad de intereses generales y que todos vemos los defectos en los otros y no en nosotros.

¿Y no puede ocurrir que si nosotros somos buenos por naturaleza, los malos o los llamados malos lo sean por necesidad social? ¿No puede ocurrir que la maldad que vemos en los demás y que a veces los otros nos explican, surja, no de la maldad individual, sino del amparo que el mal encuentra en las injusticias mismas de la sociedad?

Porque, ¿qué haría del dinero el que para adquirirlo robase o matase directamente con su brazo, o indirectamente con su industria si de nada le habría de servir en una sociedad en que sólo el trabajo valiera?

Por dinero todo se hace hoy porque con dinero todo se alcanza, pero quitemos al dinero su imperio y quedará reducido a la nada como a la nada quedarán reducidas estas monstruosas máquinas de guerra el día que las personas digan: ¡no queremos guerrear!

Demostrada la justicia de una sociedad libertaria y la injusticia de la presente y de todas las que conserven el mando y el privilegio individual, daremos un bosquejo de prácticas anarquistas para luego disipar las dudas que los presentes escritos pueden haber dejado en el ánimo de algún lector. Hasta ahora ninguna hemos recibido.

V
Trazar una visión más o menos aproximada de la sociedad sin gobernantes ni propietarios, tal como los anarquistas nos imaginamos, es la cosa más fácil del mundo y también la más difícil. La más fácil, porque al hacerlo no contraemos ninguna responsabilidad y en caso de error nadie nos ha de pedir cuentas de él. La más difícil, porque la sociedad anarquista ni siquiera podrá llamarse sociedad, desde el momento que no será, la libertaria, una vida uniforme ni podrá otorgar reglas ni leyes de ninguna clase a la colectividad.

La vida habrá de ser nuestra vida y como nuestra vida no podrá ser la de otros ni estará a la de otros ligada por ningún interés, es inútil que nos empeñemos en prescribir programas ni en encasillar ideas. Ya dijimos en otra ocasión que en lo único que ha de haber uniformidad, en la vida anarquista, que es la vida libre y natural, será en condenar todo sistema de gobierno y de propiedad privada. Fuera el Poder que traza y limita un Estado y fuera el poder que traza y limita una propiedad, todas las opiniones y todos los sistemas que pueden surgir de la evolución de las ideas y de las costumbres, han de ser por todo el mundo respetadas, y han de entrar, para todo el mundo, también, dentro de las posibilidades individuales, posibilidades que no llamamos sociales para sacarlas desde este momento, de la coacción del mayor número.

Así, pues, para el individuo partidario de una sociedad libre, entendiéndose por sociedad libre una sin poder económico ni político; una sin la tiranía del que puede más que tú porque tiene más que tú y mientras no haya quien tenga más que tú, no podrán existir enemigos ni adversarios por practicar la vida y profesar la idea de modo distinto unos de otros.

De esta suerte no podrá haber más, ni fuera bien que los hubiera, que una condición de anarquista; la de no preocuparse de la vida ni de la idea de nadie. De esta suerte no podrá haber más, y fuere mal que los hubiera, que una condición de personas: la condición que a todos impone la Naturaleza con sus atributos.

Y la anarquía no podrá ser un sistema social ni individual: ha de ser la madre y el amparo de todos los sistemas, sociales e individuales, que se practiquen sin gobiernos ni propietarios. No puede ser el anarquismo un determinado sistema social sin gobierno (comunista, individualista o colectivista) porque entonces declararíamos la uniformidad de la Naturaleza humana, tan variada e infinita; y tampoco puede serlo, porque implicaría la uniformidad del temperamento y del espíritu. La anarquía ha de ser una infinidad de sistemas y de vidas libres de toda traba. Ha de ser así como un campo de experimentación para todas las semillas humanas, y ha de ser, además, un amparo para todas las orientaciones y para todos los atrevimientos.

Anarquismo no puede suponer, no ha de suponer, comunismo ni individualismo; ha de suponer anarquía solamente; esto es; libertad para que cada individuo sea y haga lo que se le antoje dentro de una sociedad, mejor dicho, dentro de una humanidad de intereses políticos y económicos generales. De intereses políticos hemos dicho, porque la libertad de uno habrá de ser la de todos, y de intereses económicos dijimos, porque la propiedad de uno habrá de ser la de todos, también.

Es así, universal e infinitamente, como nosotros entendemos ha de ser interpretada la anarquía, porque otra interpretación supone capilla y límite. Encasillamiento de la libertad de todos dentro de la opinión de uno, porque moralmente de uno es la opinión, aunque sea colectiva, cuando cierra la puerta al porvenir, cuando limita el porvenir, que, dentro de la anarquía, ha de ser un porvenir continuo, siempre constituyente y jamás constituido.

Si damos por acabada una evolución político-social en un determinado programa de vida, en una idea de vida social, continuamos la tradición de los principios absolutos que dieron lugar a todas las preocupaciones, y, en cierto modo, las continuamos. Las continuamos en cierto modo desde el momento que estimamos adversario nuestro al que no piensa ni obra como nosotros, aunque como nosotros diga pensar y obrar.

Es la fuerza del atavismo que nos convierte en inquisidores por haberlo sido nuestro árbol genealógico. Es preciso arrancar de nuevo este árbol tantas veces arrancado y siempre vuelto a brotar por haber dejado, en la tierra, las raíces del poder económico y político.

Nadie, en el anarquismo, habrá de creer que lleva dentro de sí la verdad, porque la evolución ha vivido, hasta ahora, de verdades que se iba comiendo así que iba avanzando. Y si todas las verdades pasadas han sido, a la postre, mentiras, de cuerdos será suponer que todas las verdades futuras serán, al fin, mentira, también. Así se matarán las ideas absolutas que tantas muertes y tantas persecuciones han causado. Así se evitará que una verdad vaya en contra de otra, y causen todas víctimas para resultar todas inútiles.

No hay más verdad que la vida y a ella, únicamente, hemos de atender y de defender de toda imposición. Y no la vida colectiva, sino la vida individual, que si por la libertad queda amparada la vida de uno, por la misma libertad quedara amparada la vida de todos.

Será más individuo evolutivo más individuo de mañana, el que más libertad quiera para sí y más respete la ajena.

Razón tenemos, innegablemente, contra todas las formas de autoridad y de la propiedad. Razón podemos no tener contra una visión de la sociedad futura que no sea la nuestra, porque de la vida futura no sabemos una palabra ni hace falta. Con que seamos libres, nos debe bastar.

De lo que piensen los otros no nos ha de importar más que el momento que piensen coartar nuestros pensamientos y nuestras acciones.

Es la razón que deberíamos poner en práctica todas las personas que nos estimamos emancipadas. Iremos solamente contra los individuos y contra los regímenes que coarten nuestra libertad, directamente por medio de la represión o indirectamente por medio de las instituciones y de los privilegios políticos y sociales; y cuando hayamos constituido una forma de vida que no coarte la de nadie, dejaremos libres a las personas y a los regímenes.

Pero entretanto hemos de acercarnos lo más posible a la vida futura y la única manera de acercarnos a ella es siendo tolerantes con todas las opiniones. Así nos será dable empezar las prácticas libres de mañana. Nuestra vida actual ha de ser una aproximación de la de otro día y no sólo ha de serlo en nuestras afinidades doctrinales; ha de serlo, también, en todas las relaciones que nos imponga la injusta y triste vida que surge de la sociedad presente.


Federico Urales
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